"Y transcurrieron los días. Y los años.
Y vino la Muerte y pasó su esponja por toda la extensión de la fraga y desaparecieron estos seres y las historias de estos seres.
Pero detrás todo retoñaba y revivía, y se erguían otros árboles y se encorvaban otros hombres, y en las cuevas bullían camadas recientes y la trama del tapiz no se aflojó nunca.
Y allí están con sus luchas y sus amores, con sus tristezas y sus alegrías, que cada cual cree inéditas y como creadas para él, pero que son siempre las mismas, porque la vida nació de un solo grito del Señor y cada vez que se repite no es una nueva Voz la que la ordena, sino el eco que va y vuelve desde el infinito al infinito".

EL BOSQUE ANIMADO. Wenceslao Fernández Flórez.

martes, 16 de septiembre de 2014

TEMPESTAD EN LA BARCA DE PEDRO.


TEMPESTAD EN LA BARCA DE PEDRO.
El 11 de Octubre de 1962 el Papa Juan XXIII abre el Concilio Vaticano II. Concilio que fue clausurado por Pablo VI el 8 de Diciembre de 1965. En aquel instante daba comienzo el “Aggiornamento” o puesta al día de la Iglesia, pretendiendo adaptar la vida cristiana a los tiempos modernos.


¿Consecuencias? Múltiples y en todos los órdenes.
No sólo el dejar de decir la misa en latín; que los curas, al decir la misa, se volvieran de cara al público y que la sagrada forma en la comunión, en lugar de abrir la boca, se tomara con las manos.
Muchas monjas comenzaron a vestirse de seglar. Bastantes sacerdotes cambiaron la sotana por el pantalón vaquero; y, después de la misa, cerraban sacristías y se ganaban la vida trabajando de albañil, cuidando granjas, repartiendo leche por las casas o vendiendo cocacola. Tuve la ocasión de presenciarlo en algunos pueblos del norte de la provincia de Málaga, por aquellos años. Nacían, tras el Concilio, nuevas normas y valores.
Las expresiones heideggerianas sobre “la muerte de Dios”, que no eran consecuencia del “Dios ha muerto” de Nietzsche, como piensan algunos, sino de los “Teólogos de la muerte de Dios” (Altizer, Paul Van Buren, William Hamilton, G. Vahanian, Wicker y muy especialmente Dietrich Bonhoeffer con su obra “Resistencia y sumisión”), muy en síntesis, predicaban y nos decían: “Es preciso que mueran ciertas formas de la Iglesia, si queremos que Dios siga viviendo en el mundo”. “Hay que sustituir la Iglesia de la Liturgia por la Iglesia del Amor”. La intelectualidad agnóstica más algunos sectores importantes del clero, hicieron pulular la impresión de que Dios estorbaba en el camino de la autoperfección humana. Para el desarrollo humano; para que el hombre pudiera alcanzar su mayoría de edad y ser plenamente libre, no hacía falta o no se precisaba la presencia de un rival: Dios. Ideas éstas que se retroalimentaron con el nuevo “Catecismo Holandés” (Catecismo para adultos). Y en esa misma onda se movía un programa del “Canal-2 TV” de Colonia (“La Reforma llega de Roma”) donde, todas las noches, el teólogo Karl Rahner (nacido en Friburgo) y un periodista (Franz Beckenbauer) cuestionaban todo cuanto estaba surgiendo día a día en el seno del Concilio Vaticano II. Concilio que a la misma Iglesia se le escapaba de las manos en su nueva “Weltumsegelung” (“circunnavegación”) camino de una verdadera “Weltlichmachung” (“secularización”), que es la que hoy día se está aposentando en España. Por cierto; después de tantos años, todavía recuerdo al entonces arzobispo de Madrid, monseñor Morcillo. Cuando, los fines de semana regresaba de Roma, en Barajas, a pie de la escalerilla del avión, había siempre un puñado de periodistas preguntándole: ¿Qué opina, monseñor, sobre las consecuencias derivadas de este Concilio? Monseñor Morcillo lo tenía muy claro. Y respondía, diciendo: “En Roma se dice esto, eso y aquello, pero nosotros aquí haremos esto, esto y esto”.
Que así era cómo habla la Iglesia por voca de sus obispos, figuras emblemáticas de la monarquía más absoluta de cuantas existen en esta Tierra. … … …
La vida de los curas y frailes ha sido siempre una prueba más de su burdo vasallaje a unas leyes de ficción, leyes que se empecinan en su complot contra los instintos inocentes de la vida. En la vida de la Iglesia, desde un Santo Cura de Ars (San Juán Mª. Bautista Vianney) hasta el cardenal Paul Marzinkus (el “banquero de Dios”), hay una inmensidad de personas que son lo mejor: humildes, doctas y generosas; en ellas refulge la santidad. Junto a ellas conviven también otras personas: seres insatisfechos cargados de apetencias sin saciar; “seres en situación complicada”. Personas, respetables por supuesto, sobre las que algo podrían decirnos Freud, Nietzsche, Pavlov y demás estudiosos del hombre en cuanto a su comportamiento auténtico e inauténtico.
Y creo yo que, en la aspereza de su vivir, curas y frailes con alma y cuerpo, no siempre el único problema es la castidad, como sé que dicen algunos. Hay otros problemas de fe. Debido a los teólogos de la muerte de Dios y a la moral de situación (existencialista), para algunos curas y frailes la idea de Dios comenzaba a ser algo trasnochado, un concepto envejecido. Muchos sacerdotes y frailes no comprendían cómo su entrega a Dios podría ser el verdadero camino para una mayor felicidad. A muchos curas les daba vergüenza hablar de Dios en público, porque Dios se nos estaba convirtiendo en la cumbre de todos los tabúes. Había que dejarse de moralinas y austeridades; había que aprender a transitar por los vericuetos de la vida; conocerla, palparla y vivirla, porque la vida es quien conoce, mejor que nadie, a sus adversarios.
Por otra parte... -Después de la segunda guerra mundial, todo apuntaba a la Sociedad del Bienestar. -A los curas se les acusaba de vivir del ocio (misa, catequesis, jóvenes, coro). De manera que muchos viéronse obligados a buscarse el pan en mil ocupaciones porque también ellos necesitaban comer y vivir, y los oficios divinos no daban para tanto. De manera que había quien cuidaba granjas, quien vendía cocacola o repartía leche por las casas; uno tenía una pequeña taberna, otro iba por las casas afilando cuchillos. A mi mente acuden aquellos sacerdotes en el cine de Léo Joannon y Robert Bresson, dando clase en la Universidad y por la noche acudiendo a disfrutar en los salones de exquisita pornografía (véase “El Renegado”). O llevando el mensaje de la Iglesia a Pigalle, el barrio de prostitución de alto Standing de París, cuyo negocio le reportaba a Francia más divisas que la industria del acero. Hay otra película, que es la versión fílmica de una impactante novela: “Los Santos van al Infierno”, de Gilbert Cesbron. En ambas, novela y film, aparecen aquellos curas obreros, aquellos sacerdotes llenos de coraje evangelizador que dejaban las parroquias para compartir sus vidas junto a las estrecheces y angustias de los pobres en los cinturones de las grandes ciudades. Sacerdotes que abandonaban las iglesias para descender al infierno de la pobreza, al infierno de los conflictos laborales en las periferias, en los límites de la subsistencia, al margen del bienestar. Aquellos sacerdotes franceses constituyeron una especie de teología de la liberación a la europea, convirtiéndose en testigos de un amor solidario con los más pobres y enfermos. Una solidaridad misionera, casi mística; un amor a los pobres y con los pobres, estuvieran donde estuvieran: En la fatiga y en los trabajos; en las condiciones de vida y en los sufrimientos; en la soledad del corazón, el abandono y la miseria. Conviene reconocerlo. Pero también, a veces, esa Iglesia Católica, que dice no poder servir a dos señores (a Dios y al Dinero), es la misma que se contradice comportándose muchas veces como sociedad más terrenal que espiritual. Entre tantos, valga un solo ejemplo: Me refiero al cardenal católico Paul Marzinkus, el banquero de Dios, señor del banco Ambrosiano, mediante el cual los dineros de la Santa Iglesia Católica jugaban y crecían en los mercados de la prostitución y de la droga. Se ha dicho que, con el fin de sanear las maltrechas finanzas de la Iglesia, el cardenal Paul Marzinkus, no sólo se movía en ambientes mafiosos en contacto con la Logia masónica P2, sino que incluso habría participado en el complot para asesinar al Papa Luciani, Juan Pablo I por haber pretendido poner fin a ese desaguisado.
Ante noticas como ésta, desde la burocracia episcopal y los sermones cardenalíceos, creo yo que nadie ha perdido la paciencia, salvo unas cuantas excepciones:
PRIMERA: El sacerdote Camilo Torres Restrepo, sobrino del entonces Presidente de Colombia Carlos Llera Restrepo y doctor en Sociología por la universidad de Lovaina, antes de lanzarse al monte con la metralleta, escribe:
Cuánto dolor se siente al pensar que la Iglesia, nuestra Iglesia, se identifica económicamente con los ricos; socialmente, con los potentes; y, políticamente, con los opresores".
SEGUNDA: Las recientes declaraciones del Papa actual Benedicto XVI, implorando perdón por los casos tan ominosos de sacerdotes o frailes “paidófilos”, no son suficientes. La Iglesia, o permite de una vez que los sacerdotes que lo deseen puedan casarse, o las iglesias católicas muy pronto volverán a ser mezquitas islámicas. No se debe ir “contra natura”; el sacerdote que quiera mantenerse
célibe porque es capaz de sublimar su sexualidad, allá él. Pero la Iglesia debiera comprender que nuestro fin natural es la propia Naturaleza. Y la Naturaleza no es un trampa en el sistema energético del Universo. La energía no puede detenerse, porque es vibración, y la vibración consiste exactamente en un "empezar y parar" indefinidamente. Si profundizamos con energía en nuestro interior (siguiendo la línea de menor resistencia), descubriremos que todas las vibraciones de la Naturaleza son extáticas y eróticas, porque toda existencia es orgásmica.
En vista de lo cual...
Acontece que algunos sacerdotes o frailes (por su exuberancia) necesitan un ser en el que saciar los apetitos que le ha dado Dios por el bien de la especie. Y ¿quién es la Iglesia para aborrecer y negarlos? La Iglesia no puede ser extraña al Cosmos. La Iglesia no es quién para decirle a mis instintos: ¡Cállate!
Permitan ustedes, de una vez, que el voto de castidad sea optativo. ... ... ...
Yo necesito de una Religión para que me ayude en mis relaciones con Lo Absoluto; para que dé forma a lo que en mí hay de mágico. Pero no quisiera una Iglesia que sólo sabe llamarme pecador; hacerme responsable de la crucifixión de Jesús (que yo por aquel entonces aún no había nacido) y que sólo sepa decirme señalándome con el dedo: “¡Callate!”. Necesito a Dios, de donde procedo, en el que vivo y al que retornaré. Necesito a una Iglesia vicaria de Dios en el que creo. Necesito una Iglesia que me ayude, sin miedos ni amenazas, cual amante cortés. Una Iglesia que no debiera ser noticia, entendiendo que las buenas noticias nunca lo son. Sólo las parejas desgraciadas llenan los periódicos. Mi amor a Dios será tranquilo, o no será. Y quiero una Iglesia sosegada. Sin tempestades.
Porque las cosas del acá son impermanentes y el tiempo se acaba, amo el arte de pensar sin furia. El "carpe diem". César R. Docampo
http://lacomunidad.elpais.com/latabernadelosmares/2010/05/01/tempestad-barca-pedro-/ 2010-05-01T18:16:57Z César latabernadelosmares@yahoo.es

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