"Y transcurrieron los días. Y los años.
Y vino la Muerte y pasó su esponja por toda la extensión de la fraga y desaparecieron estos seres y las historias de estos seres.
Pero detrás todo retoñaba y revivía, y se erguían otros árboles y se encorvaban otros hombres, y en las cuevas bullían camadas recientes y la trama del tapiz no se aflojó nunca.
Y allí están con sus luchas y sus amores, con sus tristezas y sus alegrías, que cada cual cree inéditas y como creadas para él, pero que son siempre las mismas, porque la vida nació de un solo grito del Señor y cada vez que se repite no es una nueva Voz la que la ordena, sino el eco que va y vuelve desde el infinito al infinito".

EL BOSQUE ANIMADO. Wenceslao Fernández Flórez.

lunes, 6 de agosto de 2018

LOS VALLES DEL AMANECER





Puente romano. Ciudad Ourense, Galicia.



          Los ritos celtas, las apariciones en los cruceros de los caminos, las doctrinas priscilianistas y el retumbo de las olas contra las costas gallegas, fueron alcahuetes de la historia que vamos a narrar.
          Es la saga de una familia y los alterados amores del hijo, antes de llegar a  "LOS VALLES DEL AMANECER", la vida eterna.
          Hace de esto, algunos años...

              "PÓRTICO:  LA CRUZ DE MONTEALEGRE" 
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          Atrás quedaban los barrancos y los riscos, el humo de las aldeas, las trochas húmedas de los campos gallegos y el cansado gemir de los ejes de los carros, en lontananza, al caer la tarde. Quedaban atrás los amigos folloneros, un tiempo embarrancado en la miseria, y tantas cosas...: Mi doble vida y la oscuridad de un amor.
          Cuando llegué frente a los grises muros de nuestro caserón, retranqueado a unos veinte metros del camino, pude ver una divisa sobre la cancela de hierro: "Finca del Conde", decía, asomando cuatro balcones de piedra y un escudo bien labrado. Al cruzar la cancela había un jardín. En él, un hórreo, dos palmeras desiguales, más un estanque de musgosa piedra entre afilados juncos. Sobre éste se vertía el agua luminosa y musical de un caño, como si fuera el responso de un abad bonachón. El resultado era un espacio cristalino, sereno y claro, contra la furia de los tiempos, espejo al que se asomaban los amos y los criados, cada amanecer y cada tarde.
          A la izquierda del pazo estaban las cuadras, cuyos orines discurrían hacia una charca oscura. En el otro lado asomaba el pajar, testigo de cientos y cientos de horas muertas. Más allá había cerezos cargados de rojos abalorios, viñas bien sulfatadas y almiares de hierba seca sobre una pradera hendida en dos mitades por un regato que iba a esconderse a la sombra de los alisos y abedules, en la finca del Sordo  (hoy Ciudad de Pombeiro), un bosque de suave voz.
          Estaba yo en la hacienda de mis antepasados. Entre las cachondas curvas de la Carretera de la Granja y la  campechanía de otras tierras mejor trabajadas y más listas, que recibían el nombre de Regueirofozado, La Marquesa, Rabo de Galo, o Mariñamansa. Y en la cima de los montes, bendiciendo a la ciudad de Auria, sobresalía la Cruz de Montealegre; Tótem o altar  (no se sabe) encaramado sobre un peñasco de granito. Nos recordaba  (decían) la historia o leyenda de un amor fenecido allí en trastornado crimen.
          Hacia esa Cruz de Montealegre había dirigido yo la mirada, cuando escuché el relincho de un caballo, como si algo, de orden sobrenatural, hiciese acto de presencia. Pero no. Enseguida me di cuenta. Era un quejido que nacía de la tierra. Igual que la vibración magnetizante del amoroso cantar de una tórtola, haciéndose presente la lejanía de los bosques. Todo lo demás estaba en silencio.
          Comencé a subir aquella escalinata de amplios y duros escalones. Me pesaban los pies. Se abrió el portón y apareciste tú con una batín transparente, calzando almadreñas. Nos abrazamos sin palabras, como dos que hubieran perdido la memoria. Tus padres estaban de viaje y la sirvienta había acudido al monte con el almuerzo para los criados que trabajaban vuestra hacienda. Eso dijiste. Y añadiste que teníamos que hablar.
          -¡A eso vengo!  -contesté.
          Cerramos el portón. Me cogiste de la cintura. Y, sin cruzarnos una frase, recorrimos un largo pasillo de maderas machihembradas, hasta llegar a una galería fantasiosa de luz y cristales. En aquella calma aparatosa reposaban seis butacas de mimbre, una mesa de nogal y un arcón de anchos flejes, claveteado con dorados pernos. Por la pared se distribuían (sin concierto), dos escopetas, un oxidado arcabuz, y grandes fotos retocadas de tus padres y abuelos. Parecían momias con la voz del silencio. Los varones lucían ostentoso mostacho, cual arrogantes caciques de aldea. Algunos habían andado por las Américas. Así lo atestiguaba un Corazón de Jesús con el mapa de Cuba a sus pies. Y era el paso de los años, igual que un festón sin contornos, quien parecía haberse detenido en una casa de labranza, resucitando el brillo de embusteras valentías.
          Resonaba el silencio. Suspiraste. Y dijiste:
          -La otra noche soñé pesadillas. Te lo juro. Había una estrella que se deshacía en pedazos. Tienes que decirme la verdad aunque se hiele tu sangre. ¡Sé franco! ¿Fuiste tú?
          Resultabsa difícil contarlo. No era fácil encontrar las palabras para no incurrir en una cháchara palurda, y que fuera cabal aquel conjunto de cosas que habían sustanciado una cierta noche: Mi venganza y su impecable impulso.
          Respiré despacio, llevando la mirada hacia los montes, hacia la indescifrable Cruz de Montealegre. Y, exhalando con afectación, dije:
         -También yo tengo pesadillas. Si te contara los signos, podrías saber que en todos aparecéis mi padre y tú.
          Hubo otro silencio. Estaba yo dispuesto a contarlo todo, pero algo se cuajó dentro de mi conciencia. Desde la lejanía de los bosques, volví a escuchar el canto embrujado de la tórtola, no alcanzando a distinguir si era un perdón para mi alma, o la presencia del alma del difunto en pena...
          Andaban en el portón.
          -Es Rosiña, que vuelve del campo  -dijiste.
         Se aproximaban pasos juveniles por el largo pasillo y enseguida apareció Rosiña con un cesto de salzmimbre en la cabeza.
          -¡Buenas tardes!  -dijo, la mano izquierda en el cuadril y corriéndole el sudor por el pescuezo hasta los pechos temblones.
          -Sírvenos café con aguardiente  -ordenaste.
          -¿Y luego?  -exclamó Rosiña- ¿No van a comer?
          -¡Haz lo que te han dicho!
          -¡Lo que usted mande!, respondió Rosiña. Y dióse media vuelta enseñando dos piernas mozuelas pintorreadas de estiércol y el rastro de unos mocos en el mandil de franela.
          El tiempo se lentificaba. Después de tomar el café, y cuando Rosiña se había ido a pastar  el ganado, terminaba la hora de la siesta. Por el camino que bordeaba la finca, oímos cruzar un carro renqueante y el silbo bien afinado de un hombre. Estábamos nosotros enredándonos con zalamerías, mimos, besuqueos y sensuales claricias. Iba yo descubriendo que estabas penetrada por calenturones e incalmables apetencias. Sonaron golpes. Crujían , a descompás, las maderas. Cuando te llevaban en andas, cuando te subían a las altiplanicies, cuando supe que eras débil, que eras mía, fuiste abrazada con desenfreno. <<Loco, estás loco, estás loco...>>, decías, pero trinabas. Fue así cómo aquellos retratos de mirada imbécil  (que no eran amuletos para ahuyentar desgracias), presenciaron tu jadear, ayes silentes y gritos de placer.
         En la lejanía del bosque  (alfaguara del amor), se oía el canto embrujado de la tórtola.
         Pasó un largo rato. Por fin abriste la boca y éstas fueron tus palabras:
          -¡Estoy desnuda!
          Ibas a llorar.
          -¡Ca, no me llores!  -expuse-. Es de mal agüero. A la mujer hay que varearla, tú me entiendes. Dicen que trae buena suerte para la hacienda y los amos.
          Nada repusiste; ni que sí ni que no. Eras un cuerpo desmadejado y estaban arreboladas tus mejillas. Te estiraste descocadamente, exclamando:
          -¡Soñador!  ¡Ooohhh...!  ¡Eres un inmoral!
          Fui a besar tus labios como ademán de despedida. Pero tú suplicabas: ¡No te vayas de mi vera! ¡No me dejes! ¡Tengo que decirte que...!
          Iba yo alejándome por el pasillo. Escuchando: "Vas a morir".
          -¡Lo sé!
          Y tú farfullabas: 
          -¡Fementido!  ¡Cobarde!  ¿Por qué te vas de mi vera?.
          -¡Para que crujan las meretrices! -grité.

          Al bajar por la escalera, no me llamaron la atención las madreselvas. El ganado y los perros andaban en la pradera con Rosiña.
              Estaba atardeciendo. Volví a fijarme en la Cruz de Montealegre, asomada a la ciudad de Auria. La bañaba un sol de azafrán. Era el sol de un dios alucinado como aquel vampiro comediante que todas las mañanas asomaba la nariz por la finca del tio Conde de Bazal, y siempre, al atardecer, se retiraba a dormir en los montes de Piñor, más allá de San Benetiño da Cova do Lobo, mirando a un pueblecito al que llaman Pelequín.
          El hórreo, el caño del estanque que desgranaba su cuento de cristal, las palmeras y también los mosquitos, daban vueltas, vueltas..., como si yo me hubiese perdido en una adensada selva. Delante del hórreo, a metro y medio del suelo, vi una Luz. Era una fuente de luz azulina espesándose hasta convertirse en un esfera. Y noté que aquella luz esférica estaba viva como si fuera un ser inteligente que correspondía a mi presencia. Por ello fui audaz y le pregunté:
          -¿Quién eres?.
          -Soy tú mismo. ¡Asómate!
          -¿A dónde?
          -Al espejo del estanque.
          Así lo hice. Y, en aquel líquido sereno y claro contra furia de los tiempos, espejo al que se asomaban los siervos y los amos, cada amanecer y cada tarde, allí se reavivaba un universo de altísimas cumbres e increada luz: mis cabellos, mi frente, el delirio de mis ojos, la nariz física, las orejas tenaces, la claridad cenital de mis pómulos, mis labios más rojos que la sangre de los bueyes, mi rubia y joven silueta en los arenales ardorosos de absurdos sueños..., eran el reflejo de un firmamento estrellado. E, igual que Narciso, aquel bellísimo doncel, hijo de un río y de la ninfa Liriope, me enamoré de mí.
          Porque estaba anocheciendo. 

César Rodríguez Docampo.