"Y transcurrieron los días. Y los años.
Y vino la Muerte y pasó su esponja por toda la extensión de la fraga y desaparecieron estos seres y las historias de estos seres.
Pero detrás todo retoñaba y revivía, y se erguían otros árboles y se encorvaban otros hombres, y en las cuevas bullían camadas recientes y la trama del tapiz no se aflojó nunca.
Y allí están con sus luchas y sus amores, con sus tristezas y sus alegrías, que cada cual cree inéditas y como creadas para él, pero que son siempre las mismas, porque la vida nació de un solo grito del Señor y cada vez que se repite no es una nueva Voz la que la ordena, sino el eco que va y vuelve desde el infinito al infinito".

EL BOSQUE ANIMADO. Wenceslao Fernández Flórez.

martes, 23 de septiembre de 2014

LA RABIA Y EL ORGULLO...


LA RABIA Y EL ORGULLO ... ESCRIBE Oriana Fallacci: Con este extraordinario relato, Oriana Fallacci se "mezcla con las chicharras" y rompe un silencio de décadas. Quiero hablarles de Manu Leguineche y su relato sobre La Matanza de My-Lai, el episodio más negro de la Guerra de Vietnam. Pero voy a permitirme cambiar la sintaxis o montaje de los acontecimientos. Porque, antes de que Osama bin Laden ideara la salvaje brutalidad contra las torres gemelas del World Trade Center..., antes estuvo la crueldad y cientos de barbaridades llevadas a cabo por los Americanos. ... ... ... Oriana Fallacci vivía gran parte del año en Manhattan, totalmente aislada. Pero el destino quiso que, aquel 11 de septiembre de 2001, el Apocalipsis se abriese a poca distancia de su casa. En esta página plasma lo que sintió. Ideas fuertes. Ideas para razonar y reflexionar: "Me pides que hable, esta vez. Me pides que rompa, al menos esta vez, el silencio por el que he optado y que, desde hace años, me he impuesto para no mezclarme con las chicharras. Y lo hago. Porque he sabido que, incluso en Italia, algunos se alegraron, como aquella tarde se alegraron en televisión los palestinos de Gaza. «¡Victoria, victoria!». Hombres, mujeres y niños. Siempre que se pueda seguir definiendo como hombre, mujer o niño al que hace una cosa así. He sabido que algunas chicharras de lujo, políticos o supuestos políticos, intelectuales o supuestos intelectuales, amén de otros individuos que no merecen la calificación de ciudadanos, se comportan sustancialmente de la misma forma. Dicen: «Les está bien empleado a los americanos». Me siento muy, muy indignada. Indignada con una rabia fría, lúcida y racional. Una rabia que elimina cualquier atisbo de distanciamiento o de indulgencia. Una rabia que me invita a responderles y, sobre todo, a escupirles. Les escupo a todos ellos. Indignada como yo, la poetisa afroamericana Maya Angelou, rugió también: «Be angry. It's good to be angry, it's healthy» (Indignaos. Es bueno estar indignados. Es sano). No sé si indignarme es saludable para mí. Pero sé que no les sentará bien a ellos, a los que admiran a Osama bin Laden, a los que le expresan comprensión, simpatía o solidaridad. Con tu petición se ha encendido un detonante, que hace mucho tiempo que quiere explotar. Ya lo verás. Me pides que cuente cómo he vivido yo este Apocalipsis. Que escriba, en suma, mi testimonio. Ahí va: Estaba en casa. Mi casa está situada en el centro de Manhattan y, a las nueve en punto, tuve la sensación de un peligro inminente que quizás no me alcanzase, pero que ciertamente me iba a afectar profundamente. Era la sensación que se siente en la guerra, durante el combate, cuando con todos los poros de tu piel sientes las balas o el cohete que silba, estiras las orejas y gritas al que está a tu lado: «¡Down! ¡Get down!» (¡Al suelo. Echate al suelo!). Tardé un poco en reaccionar. ¡No estaba ni en Vietnam ni en una de las numerosas y horribles guerras que, desde la II Guerra Mundial, han atormentado mi vida! Estaba en Nueva York, caramba, una maravillosa mañana de septiembre del año 2001. Pero la sensación siguió apoderándose de mí, inexplicable, y entonces hice lo que no suelo hacer nunca por la mañana. Encendí la televisión. El sonido no funcionaba, pero la pantalla, sí. Y en todos los canales, aquí hay casi 100 canales, veía una Torre del World Trade Center que ardía como una gigantesca cerilla. ¿Un cortocircuito? ¿Una avioneta estrellada contra la Torre? ¿O un atentado terrorista planeado? Casi paralizada, permanecí fija ante la pantalla y, mientras la miraba fijamente y me planteaba esas tres preguntas, apareció un avión. Blanco y grande. Un avión de línea. Volaba bajísimo. Y volando bajísimo se dirigía hacia la segunda Torre como un bombardero que apunta a su objetivo y se arroja sobre él. Entonces me di cuenta de lo que estaba pasando. Me di cuenta, porque, en ese mismo momento, volvió la voz a mi tele, transmitiendo un coro de gritos salvajes. Realmente salvajes: «¡Oh God, oh, God, God, God, Gooooooood!». Y el avión penetró en la segunda Torre como un cuchillo que corta un trozo de mantequilla. Eran las nueve y cuarto. Y no me pidas que recuerde lo que sentí durante aquellos 15 minutos. No lo sé, no lo recuerdo. Era como un trozo de hielo. Incluso mi cerebro estaba helado. Ni siquiera recuerdo si algunas cosas las vi sobre la primera o sobre la segunda Torre. La gente que, para no morir abrasada viva, se lanzaba por las ventanas desde el piso 80 ó 90, por ejemplo. Rompían los cristales de las ventanas y se lanzaban al vacío como si se lanzasen de un avión en paracaídas, y caían lentamente. Agitando las piernas y los brazos, nadando en el aire. Sí, parecía que nadaban en el aire. Y no acababan de llegar abajo. Hacia el piso 30, aceleraban. Se ponían a gesticular, desesperados, supongo que arrepentidos, como si gritasen «Help, help». Y quizás lo gritasen de verdad. Por fin, caían en el suelo y paf. Mira, pensaba estar vacunada contra todo y, esencialmente, lo estoy. Ya nada me sorprende. Ni siquiera cuando me indigno y me irrito. Pero en la guerra siempre vi a gente que muere asesinada. Nunca había visto a gente que muere matándose, es decir, lanzándose sin paracaídas del piso 80, 90 ó 100. Además, en la guerra siempre vi trastos que explotan en abanico. En la guerra siempre oí un gran ruido. En cambio, las dos Torres no explotaron. La primera implosionó y se tragó a sí misma. La segunda, se fundió, se disolvió. Por el calor se disolvió como un trozo de mantequilla al fuego. Y todo sucedió, o al menos así me pareció a mí, en medio de un silencio de tumba. ¿Es posible? ¿Reinaba realmente ese silencio o estaba dentro de mí? Tengo que decirte también que, en la guerra, siempre vi un número limitado de muertes. Cada combate, 200 ó 300 muertos. Como máximo, 400. Como en Dak To, en Vietnam. Y cuando terminó la batalla y los americanos se pusieron a rescatar a sus heridos y a contar a sus muertos, no podía dar crédito a mis ojos. En la matanza de Ciudad de México, aquélla en la que incluso a mí me hirió una bala, recogieron al menos 800 muertos. Y, cuando creyéndome muerta, me llevaron al tanatorio, los cadáveres que había a mi alrededor me parecían un diluvio. Pues bien, en las dos Torres trabajaban casi 50.000 personas. Y pocos tuvieron el tiempo suficiente para salir de ellas. Los ascensores no funcionaban, obviamente, y para bajar a pie desde los últimos pisos se tardaba una eternidad. Siempre que se lo permitiesen las llamas. Jamás sabremos el número exacto de muertos. ¿40.000, 45.000...? Los americanos no lo dirán jamás. Para no subrayar la intensidad de este Apocalipsis. Para no dar una satisfacción más a Osama bin Laden e incentivar otros apocalipsis. Y además, los dos abismos que han absorbido a decenas de miles de criaturas son demasiado profundos. Como máximo, los operarios desenterrarán trozos de miembros esparcidos por todas partes. Una nariz aquí y un brazo, allá. O una especie de barro, que parece café machacado, y que es, en realidad, materia orgánica. Los residuos de los cuerpos que en un momento quedan reducidos a polvo. El alcalde Giuliani envió otros 10.000 sacos. Pero no los utilizaron. ¿Qué siento por los kamikazes que murieron con ellos? Ningún respeto. Ninguna piedad. Ni siquiera piedad. Yo que, casi siempre, termino cediendo a la piedad. A mí, los kamikazes, es decir, los tipos que se suicidan para matar a los demás, siempre me parecieron antipáticos, comenzando por los japoneses de la II Guerra Mundial. Sólo los consideré beneficiosos para bloquear la llegada de las tropas enemigas, prendiendo fuego a la pólvora y saltando por los aires con la ciudad, en Turín. Nunca los consideré soldados. Y mucho menos los considero mártires o héroes, como aullando y escupiendo saliva me los definió Arafat en 1972, cuando lo entrevisté en Amán, el lugar donde sus mariscales entrenaban incluso a los terroristas de la Beider-Meinhoff. ... ... ... Quiero hablarles de Manu Leguineche (corresponsal de guerra) y La Matanza de My-Lai. Ha de ser mañana. C. R. Docampo http://lacomunidad.elpais.com/latabernadelosmares/2014/01/25/-span-class-postbody/ 2014-01-25T12:38:25Z César latabernadelosmares@yahoo.es

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