"Y transcurrieron los días. Y los años.
Y vino la Muerte y pasó su esponja por toda la extensión de la fraga y desaparecieron estos seres y las historias de estos seres.
Pero detrás todo retoñaba y revivía, y se erguían otros árboles y se encorvaban otros hombres, y en las cuevas bullían camadas recientes y la trama del tapiz no se aflojó nunca.
Y allí están con sus luchas y sus amores, con sus tristezas y sus alegrías, que cada cual cree inéditas y como creadas para él, pero que son siempre las mismas, porque la vida nació de un solo grito del Señor y cada vez que se repite no es una nueva Voz la que la ordena, sino el eco que va y vuelve desde el infinito al infinito".

EL BOSQUE ANIMADO. Wenceslao Fernández Flórez.

lunes, 15 de septiembre de 2014

EL CINEMA Y EL JAZZ... ...ENTUSIASMOS PARA UN MUNDO YERTO. =========================== Dos amigos -el uno (“Víctor”) sin profesión conocida, y el otro (“Carlos”, hijo de buena familia y estudiante calavera, alumno interno de un hospital- viven a costa de las extranjeras que emborrachan por los cabarets de la costa catalana. Víctor (Arturo Fernández) tiene mucho éxito con las mujeres, pero las extranjeras de la noche inicial de la película no se dejan influenciar ni por su atractivo, ni por el alcohol ingerido. Ellas mismas emborrachan a Víctor y le dejan tirado en la playa después de haber quemado un barca perteneciente al hotel inmediato, y siendo retenidos allí hasta que paguen la cuenta de los desperfectos causados. Así comienza la historia de un gigoló en la película “UN VASO DE WHISKY”, del cineasta catalán Julio Coll, producida por Este Film-Pefsa (1959) y distribuida por Mundial Film. La película abre con un letrero en el que se advierte sobre la importancia que las acciones de los hombres -por muy individuales e inocuas que parezcan- siempre influyen en el resto de la colectividad. Tesis que no se narra ni se nos cuenta; se nos expone y anuncia en imágenes asociándose con música de jazz : Vemos a Víctor entrar en un establecimiento vacío, tan sólo ocupado por la omnipresente música que interpreta un grupo al fondo del salón. Víctor se acerca a la barra y pide un whisky. Mientras se lo sirven, él se fija en las fichas de un juego de dominó. Toma las fichas a puñados y comienza a colocarlas de pie a cierta distancia, una tras otra, a la vez que en pantalla se funden los títulos de crédito y la música de jazz se entromete por todas las esquinas apoderándose de aquel local. Cuando los títulos de créditos finalizan, cesa la música y Víctor con el dedo índice de su mano derecha empuja la última ficha en pie. “Rrrrrrrrrrrr...”, van cayendo todas las demás. Así comienza una historia narrada con imágenes y ritmo de saxofón. Todo el argumento será conducido bajo ese ritmo, haciéndonos ver cómo la actitud y los comportamientos de Víctor ocasionarán la muerte de una pobre mujer, la ruina de un chófer, un boxeador, un estudiante de medicina y otros más, quienes afortunadamente reaccionan a tiempo. Toda una cadena de desgracias ocasionadas por la conducta de Víctor. Víctor, ese tipo de señorito parásito que vive, haciendo daño y a costa de lo que sea con tal de no trabajar Dispuesto siempre y en cada momento a disfrutar de unos placeres que en su infancia no tuvo. Victor es irresponsabilidad, es odio, es vicio; es vivir a costa de las muchachas de buena fe y de esas extranjeras que sueñan con un amor latino. Con su muerte, al final, la película acabará cerrando el círculo completo de las fichas del dominó. . . . Julio Coll acierta en la descripción de ambientes donde encaja a la perfección el “señorito zángano” y su relación con Carlos, la asiduidad al cabaret, su fascinación sobre la prostituta Laura, el abuso de las extranjeras ricas y ese fácil acceso a la tranquila existencia de María. Sin embargo, toda esta gama de personajes y de subtemas, no enriquecen la tesis fundamental, sino que la desbordan y ahogan. La idea del film era excelente, el guión regular, muy novelizado, muy literario. A pesar de estos fallos, Julio Coll demuestra saber su oficio. Quizás por quererlo demostrar demasiado -como le ocurrió a Bardem en “Cómicos”- se pasa un poquitín y nos da una narración barroca, con los recursos del lenguaje fílmico demasiado al aire. Los raccords, los encuadres, las luces, la música, llaman demasiado la atención del espectador, reclamándole su contemplación, una especie de paladeo que va en detrimento de la fluidez narrativa. Lástima de tanto derroche cinematográfico. La fotografía, además de la calidad de los encuadres, posee unos valores formales de primerísimo orden. A los que hemos de sumar ese meticuloso juego de luces y sombras tan perfecto. Hay secuencias tan bien realizadas, que acreditan un auténtico realizador fílmico. Todo lo de la playa es magnífico, también el final del combate de boxeo. Falla, sin embargo, en la secuencia clave: La del jazz. Era la clave de la película, porque en ella había que decir, en una sola secuencia, cuatro cosas: 1ª. Cuando María comprende que Víctor sólo buscaba su dinero. 2ª. Cuando Víctor se entera de que no lo tiene. 3ª. Cuando Victor también se entera, de que es el pescador, pretendiente de María, quien mantiene el hotel. 4ª. Y cuando María sale de su mundo para enfrentarse con la realidad. Para separar estas cuatro cosas importantes, Julio Coll recurre a cortarlas por medio del jazz. Pero no le salió. Salvo este fallo musical, el resto de la sonorización es muy bueno. La interpretación, correcta y adecuada. De los personajes, quedan muchas cosas sin justificar narrativamente, aunque lo están psicológicamente. Y eso: El jazz es el fondo musical. No sólo música comentario de la que se sirve Julio Coll con desembarazo y mucha ilusión: un cuarteto con cuatro preludios y cuatro fugas. La pregunta es: ¿Cómo llega el jazz al cine? ================================= Los compositores norteamericanos habían hecho música, bastantes veces muy perfecta, en el cine, en la radio, en el jazz y en la revista. Más difícil les resultaba abordar la ópera. Nadie quería tomarse en serio aquellas pretensiones operísticas de Virgil Thomson, crítico musical del New York Herald Tribune. El hecho es que “Cuatro Santos en Tres Actos”, tuvo un positivo éxito. Su autor desarrolla una estética típicamente americana, donde parecen colarse aquellas frases de Satie: “La llamada música moderna es demasiado complicada y tiene demasiadas pretensiones en todo sentido”. Se está refiriendo a Strawinsky, a Schonberg, Hindemith, Millhaud, Goosens, Bloch, Prokofieff y alguno más que, siendo europeos y haciendo música europea, vivían sin embargo entre Nueva York y San Francisco. Y prosigue Satie: “Hay que escribir música común, tan común, que en la primera audición cause la impresión de ser absolutamente tonta”. Luego el problema estaba en la forma. Entonces surge un Roy Harris (1898), el músico norteamericano más fiel a sus creencias propias. Creencias imbricadas en las canciones cultas y en los himnos religiosos protestantes. Fuentes tomadas en su faz vulgar, pero fuentes auténticas en el fondo de los paisajes del Oeste que vio nacer a Harris haciéndose de manera autodidacta. Y decían los críticos que Roy Harris era norteamericano en su ritmo, especialmente en los pasajes apresurados, con sus espasmos y su nerviosismo tan peculiares en nosotros. Su música era tosca y descarada, llena de “crepitaciones” y “arrastres”. Al fin y al cabo, música dirigida a un gran público, como signo acabado del compositor de un gran país. Tiempos aquellos en los que musicalmente, gracias a la pantalla y el cine sonoro, Wollywood y Viena comienzan a acercarse. La moda del jazz se cruza con ese fondo común a todos los compositores norteamericanos que siguen la línea del Norte de Europa: el afán por la gran forma. Norteamérica se puso de moda con la invasión del jazz. Fue un momento de ilusión para los músicos que quisieron hacer folklore del jazz. La invasión pasó, transcendida por los mejores músicos europeos. Europa sólo apreciaba ese material para la frivolidad en cuanto marchamo de lo auténtico, como fue el caso de la “rapsodia” de Gershwin. Pero sinfónicamente, el círculo esta cerrado. Desde aquella autobiográfica película de Elia Kazán, “América, América”, “Adiós, América” se convirtió en símbolo de nación repudiable, hasta que nos ha llegado la “renascencia” del presidente OBAMA. Y lo mismo antes que ahora, algo tuvo que ver la música de jazz. Música a la que, pienso yo, se le pueden aplicar aquellos versos de Góngora: “Ayer naciste y morirás mañana; Para tan breve ser, ¿quién te dió la vida? Para vivir tan poco, estás lucida, Y para nada ser, estás lozana”. ==================== http://lacomunidad.elpais.com/latabernadelosmares/2009/02/03/el-cinema-y-jazz-/ 2009-02-03T10:12:45Z César latabernadelosmares@yahoo.es

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