A la piedra en tu rostro, a las arrugas de las áridas tierras yo recuerdo en mi canto, tu frente gigantesca sobre tu cuerpo frágil, el crepúsculo negro en tus ojos recién desenterrados, días aquellos, bruscos, desiguales, cada hora tenía ácidos diferentes o ternuras remotas, las llaves de la vida temblaban en la luz polvorienta de la calle, tú volvías de un viaje lento, bajo la tierra, y en la altura de las cicatrizadas cordilleras, yo golpeaba las puertas, que se abrieran los muros, que se desenrollaran los caminos, recién llegado de Valparaíso. Me embarcaba en Marsella, la tierra se cortaba como un limón fragante en frescos hemisferios amarillos.
Y tú te quedabas allí sujeta a nada, con tu vida y tu muerte, con tu arena cayendo, midiéndote y vaciándote, en el aire, en el humo, en las callejas rotas del invierno. Ante los descalabrados hoteles de los pobres, te desangrabas. Acudíamos, y luego te quedaste otra vez en el humo de tus cicatrices y de tu llanto. Me habías faltado en la vida, gota a gota, más tu tierra amarilla. Vasijas quebradas, cubiertas en el silencio, otra vez.
César R. Docampo
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