ORIÓN: EL CAZADOR MALDITO.
De Orión se dice que era un hermoso mancebo y cazador infatigable. Sobresalía entre todos los héroes de su tiempo por su estatura y por su fuerza.
Escribían los poetas:
"Cuando Orión caminaba a través de los mares más profundos, sus hombros sobresalían por encima de las aguas".
Diana lo eligió para que formara parte de su séquito, y le confirió los primeros empleos de su corte, prodigándole patentes muestras de su protección bienhechora: Suerte afortunada que parecía que no había de acabarse nunca jamás.
Un día después de llevar a cabo una brillante cacería, y mientras era objeto de halagadores elogios, se jactó de que no había monstruo alguno, ni en las selvas ni en los montes ni en el desierto, del cual no pudiese él triunfar, envaneciéndose de que ni los tigres, ni las panteras, ni aún los leones eran capaces de producirle espanto alguno. Pero, entonces, La Tierra, que se creyó desafiada por tanta jactancia, mandó, contra el gigante, un simple escorpión cuya mordedura le causó la muerte.
Desconsolada Diana por la muerte de uno de sus intrépidos cazadores, obtuvo de Júpiter que fuese transportado al Cielo y colocado entre los astros, donde forma una de las más brillantes constelaciones del firmamento llamada Orión.
Y digo yo: Se precisa una Filosofía en voz alta: ¿De dónde viene este Universo? ¿Qué es lo real? ¿Tiene sentido la noción de mundo material? ¿Por qué hay algo en lugar de nada? Para estas preguntas y sus eventuales respuestas no hay más que tres caminos posibles: La Religión, la Filosofía y la Ciencia. En un mundo cada vez más ocupado por la Ciencia y sus modelos de pensamiento, por la tecnología y por las formas de vida que ella genera, el discurso Filosófico ha perdido su antigua autoridad sobre la Verdad. Amenazado por las ciencias humanas, impotente para producir sistemas ideológicos que sean, al menos, una guía política, el filósofo parece a punto de perder su último privilegio: El de PENSAR.
Queda la Religión. Pero también aquí, parece que los saberes, derivados de la ciencia, se oponen, cada vez más, al orden profundo de las certezas que se inscriben en lo sagrado, como si Dios y la Ciencia perteneciesen a mundos, tan diferentes el uno del otro, que nadie soñaría siquiera en correr el riesgo de aproximarlos.
César R. Docampo.
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